(Texto redactado originalmente el 12 de febrero de 2007)
Me encuentro confinado en estas líneas, acusado de herejía. ¡Anatema!, dice el sello al calce y, no obstante, me siento más libre que nunca.
No niego que en ocasiones la letra ache me remite a los barrotes de mi conciencia. Hay veces, también, que la letra te me recuerda el cadalso de penurias y sacrificios que la vida levanta en el monte de la esperanza. Todavía la letra o me encierra en un pozo de admiración, sobre todo cuando compruebo cada mañana, al despertar, oh, que aún respiro por la gracia de Dios. ¿O será que el aislamiento ha comenzado a revelarme la inmensidad del horizonte, la pasión del tiempo y la profundidad tras el ocaso?
Te escribo en el afán de escapar del aburrimiento, con la intención de limar la aspereza del letargo; para no caer en el olvido de lo que fui y podría ser. Pero me embarga la sensación de que toda palabra es inútil mientras no encuentra el modo de huir del miedo a decirte cuánto te amo.
En efecto, cada rasgo, cada trazo es un intento por minar el muro de tu indiferencia. Pienso que, socavando tus defensas, algún día me declararé inocente de toda sospecha y, así, me entregarás las llaves que abran tu corazón...
Nunca imaginé cuán placentero podía ser quedar preso entre tus brazos, encerrado entre tus piernas. No fue sino hasta ese aciago día de abril cuando me percaté de lo agobiante que sería añorar tus manos rodeando como tersos grilletes mis tobillos, inmóviles en su deseo, mientras el ritmo de tus caderas torturaba al hilo ardiente de mi pasión ahogada en ti. Desde entonces no hay día que no repase el legajo que contiene la sentencia que me dictaste: nacer de nuevo.
Me hallaste culpable de engendrar en ti el recuerdo de un delito. Un crimen, dijiste, que no quedaría impune, uno que tarde o temprano debería afrontar con entereza y responsabilidad. Yo estuve dispuesto a pagar el precio. Así perdí mi libertad, por causa de tu amor.
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