—Vente, flaca, ¡vente!—
díjole el Diablo a la Catrina
en plena cópula cadavérica.
Ya habían probado las mieles
y los ardores del infierno
y cada una de las posiciones
del sagrado libro sensual de los muertos,
siguiendo puntualmente
el instructivo para amarse
una y otra y otra vez
entre temibles gemidos y estertores.
—Te voy a dar en tu calaverita
—anunció el demonio soez —
una buena dotación de lechita
para que remojes con ella la lengua
y saborees del gato lo que se cuece
en tu vaginal marmita.
—Eres procaz—reclamó la caneca
al tiempo que se le montaba encima—.
Una cosa es que te coja, cariño,
esa carne que te cuelga roja
para llevármela muy adentro de la tumba,
y otra que tergiverses mi propósito
por esa calentura que te zumba.
—La culpa la tienes tú, huesuda
—aclaró el innombrable—,
porque estás viendo que me quema lo deseable
y todavía tú así te me presentas,
desnudita y con el viento pegado a tus entrañas.
Mi alma, que uno es sátiro de profesión
y no hay cuero que se libre
de orillarme al interés de por mí
dejar de latir, corazón.
—Pues conmigo te equivocas
—aclaró la tilica—; sabes bien, mi rey
del mal que por ti me domina
y es por eso mismo que me vengo
cada que me das oportunidad
por medio de esta cópula cadavérica,
porque si de amor te quiero, muerto,
muerto te he de ver eyaculando
a la orilla de mi huerto,
ese oscuro osario donde voy depositando
a los que su dolor la tierra trasmina.
díjole el Diablo a la Catrina
en plena cópula cadavérica.
Ya habían probado las mieles
y los ardores del infierno
y cada una de las posiciones
del sagrado libro sensual de los muertos,
siguiendo puntualmente
el instructivo para amarse
una y otra y otra vez
entre temibles gemidos y estertores.
—Te voy a dar en tu calaverita
—anunció el demonio soez —
una buena dotación de lechita
para que remojes con ella la lengua
y saborees del gato lo que se cuece
en tu vaginal marmita.
—Eres procaz—reclamó la caneca
al tiempo que se le montaba encima—.
Una cosa es que te coja, cariño,
esa carne que te cuelga roja
para llevármela muy adentro de la tumba,
y otra que tergiverses mi propósito
por esa calentura que te zumba.
—La culpa la tienes tú, huesuda
—aclaró el innombrable—,
porque estás viendo que me quema lo deseable
y todavía tú así te me presentas,
desnudita y con el viento pegado a tus entrañas.
Mi alma, que uno es sátiro de profesión
y no hay cuero que se libre
de orillarme al interés de por mí
dejar de latir, corazón.
—Pues conmigo te equivocas
—aclaró la tilica—; sabes bien, mi rey
del mal que por ti me domina
y es por eso mismo que me vengo
cada que me das oportunidad
por medio de esta cópula cadavérica,
porque si de amor te quiero, muerto,
muerto te he de ver eyaculando
a la orilla de mi huerto,
ese oscuro osario donde voy depositando
a los que su dolor la tierra trasmina.
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