15 de mayo de 2014
(A quienes por gusto o disgusto alguna vez, por suerte, destino o decisión particular, propia o ajena, hemos sido maestros de algo, aprendices quizá de todo y nada.)
No es necesario
estar
sindicalizado,
en la nómina de alguna academia
o suscrito en algún colegio;
escribir
mucho, poco o nada
didácticos libros de texto
o sesudos y específicos tratados,
ya para aportar
pizca de general conocimiento,
investigar,
o cumplir
algún necio
burocrático requisito
característico meritocrático,
lo actual ya de cualquier ciencia.
No es necesario dar
reglazos
o ser
instructor
paternalista y condescendiente,
puericultor
permisivo o castrense;
no son necesarias el aula ni la pizarra;
a veces basta un campo abierto
y, en vez de una multitud de pupilos,
un conglomerado de piedras
(quizá, bien talladas,
brillen y sean
Cristal o Gema graduadas).
A veces basta
la lección
que dictan el mirar o la caricia,
suplentes
de cualquier manera
de avaricia.
Pensar
que en las alforjas han de guardarse
morrallas de palabras,
abalorios morales,
esperanzas
noches lo mismo que mañanas.
A veces es mejor
un tocón cual pupitre
y la más peregrina idea
hace de gubia con la que tallar
la forma que el alma desea;
simplemente amar
sin programa
ni estructura o plan de estudios.
A veces no es necesario
ni siquiera abrir la boca,
ni siquiera protestar,
ya no digamos que al gobierno hacer
reclamo
de justicia,
leyes,
equilibrio laboral;
basta firmar con el educando
el contrato responsable y comprometido,
la signatura
del silencio profesor
para educar a Prudencia;
de la confianza modulada
para infundir en ese y este
el afán de Amador
de allegarse a Sofía.
No son necesarios, ad extremum,
escuelas
ni patios
ni juegos
ni métodos
ni procedimientos
ni ejemplos
ni problemas
ni soluciones
ni sociales comedimientos;
basta a veces señalar
con un dedo
tal o cual persona u objeto,
voltear arriba,
observar el cielo,
perderse en el espejismo del horizonte,
abordar la barca de Caronte,
hacer la oración capaz de retirar
cualquier velo,
picar
la piedra,
arar
la tierra,
o lo más elemental: respirar
para creerse eso
de que tú y yo venimos a educar.
Pero aún más, si se trata de nos,
pueriles adultos,
debería ser suficiente
la imaginación
y el modo como marca
en la carne fantástica
su fabuloso clavo ardiente;
bastaríanos a veces recordar
que no es necesario ni siquiera el otro
y bastaríame como lo es bastante
mi existencia consciente
para instruirme
desde el error y el acierto
en la tarea de hacerme,
a tus ojos, amable y presente;
a tus oídos, eco en humano concierto;
a tu tacto, fugaz deseo, subrepticio viento;
a tu olfato, aroma anclado en el tiempo;
a tu gusto, dulce sal amarga de ausencia;
y a tu sexto sentido, Amada,
a tu intuición, menos que placer solo,
sexo fingido,
más que mera papal bula,
palpitación o vulgar bolo;
alimenticio…
No es necesario repetir
sentimientos,
fórmulas,
líneas y líneas
con que trazar
dogma
para entrenar
la memoria;
basta
declararse
un aprendiz dispuesto
y, haciendo y deshaciendo,
por virtud y vicio,
andar
basta
la senda
vasta
de la mutua historia
y no parar
en el escolástico hasta
aquí.
Es necesario, eso sí,
y basta
vivir muriendo,
morir viviendo.
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