10 de abril de 2014
Llegaste del brazo del viento,
tu jovial contoneo abriendo paso al deseo,
siendo atlética, verde rima que se atesora,
envidia encarnada del poeta
ansioso de tenerte en mucho más que a la vista.
Por tu causa me sentí islote,
cretino Sísifo dispuesto a competir con Atlas.
Mi estupidez me convirtió en hugonote,
religionnaire aspirante a tu gloria prometida.
Pasaste cerca de mí y nuestras miradas se cruzaron.
Tu sonrisa fue bendición repentina.
Tu acompañante me miró también
y tal fue mi obviedad que hasta la vecina comensal
se percató de mi enamoramiento fugaz.
De inmediato me impuse a plasmar
tu divina figura en mi retina,
mientras mis manos inquietas
sobre el teclado inventaban el rezo
con el poder capaz de atraerte
desde el otro lado del tiempo,
trazaron el dichoso encantamiento,
el hechizo, la consigna, el decreto
con el cual zafarte del galán carcelero
ceñido para mi desventura
a tu tan breve y suculenta cintura.
Si solo imaginarte a mi lado fuera bastante
magia para a ti, vida, atarme a tu luz
sería apenas el comienzo
del más benevolente sortilegio
por el que tú, siendo verdad encarnada, huidiza,
quizá te afianzares siendo razón
por la que muera sin prisa
entre tu parpadeo y mi palpitación.
Pero la musa se alejó del modo que vino
y el poeta quedó con la vista fija
en el voluptuoso horizonte que se iba,
clavado en la silla de su necia soltería.
Tras de sí, un sendero de suspiros,
mis palabras silenciosas yendo detrás de ella
imaginándola en alma y cuerpo toda mía.
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