Caminaba yo rumbo a una diligencia del trabajo. Pasando por la terraza de un restaurante, un par de hermosísimas jóvenes veinteañeras, casi treinteañeras calculo, atrajeron mi atención -para no variar- y ¡tanto! Por más que quise contenerlo, el Señor Hide en mí se rebeló. Metros más adelante me detuve. El Señor Hide extrajo la pluma del bolsillo de mi camisa y la diminuta libreta que siempre porto. Comenzó a escribir con desenfreno, apasionadamente, mientras yo, remedo de Doctor Jeckyl, apremiaba a mi otro yo consciente del poco tiempo que quedaba para llegar al banco y efectuar la tarea encomendada.
El Señor Hyde terminó su texto, que es mi texto, que ya separado de nosotros es tu texto, y tomó control de mis pasos. Dio media vuelta y me condujo de regreso al restaurante, no sin antes asegurarse de anotar en el reverso del papel mi nombre, mis teléfonos, mis identificaciones en Facebook y Twitter, así como la dirección de este espacio donde ahora confieso las tropelías de un poeta ansioso por encontrar a la mujer que el destino le tiene reservada.
Jeckyl, Hyde y yo nos detuvimos a un lado de la mesa colocada en la terraza. Extendí mi mano depositando en el centro de la mesa la nota conteniendo el piropo, el poema repentino, la provocación. Rápidamente expliqué que ese papel era para las dos y me retiré. Hide reía camino al banco. - ¿Viste su rostro de sorpresa?-, preguntó. Yo hice esfuerzo de memoria para repasar los bellos rostros, el color de ojos de las lindas muchachas. Sí, el factor sorpresa surtió efecto, pero como no pude quedarme a constatar la consecuencia, viviré con la duda de lo que siguió a mi intentona de flirteo.
En el banco, un dudoso Jeckyl cuestionó a una señora de edad y leyó la copia que tuve cuidado de hacer del texto. La mujer opinó que cosas así ya no era frecuente escuchar hoy. En otro banco, a la joven y no menos hermosa cajera también en sus veintes, Jeckyl la sometió brevemente al mismo cuestionamiento ahora con la idea de entender cuál sería su reacción. La muchacha, tras escuchar el texto rió. Por qué, pregunté. Cuál era el motivo de la risa. Ella dijo que en parte por sentirse halagada, en parte por la sorpresa. Su boca planteaba esta idea, pero sus ojos me miraban como si yo no fuera de este planeta. Yo tenía claro desde hace mucho tiempo que no encajo enteramente en esta época, pero Jeckyl dedujo que el romanticismo tan solicitado por las mujeres de ahora, en realidad es equivalente a una lengua muerta que ya solo algunos pocos practican. Que esos pocos son de esa especie en extinción antes conocida como caballeros y que las damas de ahora guardan más preferencia por las costumbres y los tratos palurdos y patanes, aun cuando los deleznan. Que la galantería hoy es sinónimo de ridículo.
Terminada la diligencia laboral, volví a pasar por el mismo sitio. Ahí estaban todavía las preciosas señoritas, degustanto su comida. Una de ellas notó mi proximidad y su semblante se mostró nervioso. Seguí de largo, apenas intercambiando alguna mirada furftiva.
Así, de una audacia que tal vez terminó burlada nacieron las siguientes líneas aspirantes a piropo y de entre las líneas la esperanza de hallar la verde mirada que sepa tomar en serio los devaneos de un letrado Tiranosauro Rex.
Con tu Permiso
El día que el Sol
envolvió caprichoso mi mundo
dos lunas surcaron mi cielo,
sus rostros iluminaron
el lado oscuro de mi vida
y despertaron el anhelo.
El día cuando a ti, mujer,
yo te celebro
encuentro por fortuna
doble motivo y no una
causa para amarte
por principio
por secreto.
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