29 de septiembre de 2016
Cuatro clavos puesto he yo
en los confines de tu cuerpo,
cada cual en un rincón de ti, mi cruz:
uno en cada mano para que los asgas
como quien se aferra a un secreto;
un tercero entre tus labios,
para meter mi lengua en tus entrañas
y con ella preñarte con cada signo
navegante en mi palabra.
El último, el final, lo reservé
para introducirlo entre tus ansias
y desde el fundamento
atravesar sin miramiento
una a una tus ingenuas resistencias
y así hincarlo hondo y muy adentro
de ese oscuro y palpitante pozo, ay corazón,
donde yo esta sed saciar consiga
pues tu sangre cual tu humedad ay me domina.
Está esta estaca estipulada,
por decreto del prurito de mi alma,
para arraigarse en tu piel,
hacerse poema verde
idea y mañana
y tal vez
del fruto de este amar
de entre tu tierra,
en la huerta en tu entrepierna,
ay sulamita, yo renazca.
Ya que ay vivo ay ya tan en eterna soledad
y sin que un remedio poner yo pueda
al abandono terco de tus besos
y puesto que ya ni siquiera en el verdor
de tus ojos ay yo me miro,
en esta prolongada orfandad
ya no me miro si no es clavado
así en tus brazos, así en tus sueños.
Tu silencio me agobia con su asedio,
seña como es ay de tu ausencia.
Mi triste pluma, anhelante de tus denuedos,
se sabe enhiesto miembro de esa sociedad
templaria que haya resguardo entre tus manos
y cuya consigna en el orgasmo es ay mi lamento,
gemido que estalló una noche
de perdida esperanza
elevada en el tapiz del viento.
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