27 de enero de 2017
Voces prudentes y sensatas me aconsejan
que no escriba ni publique
ningún poema que a tus ojos me prometa,
que acalle mis dedos y mi boca,
que ate mis sensuales pensamientos,
los que, de solo mirarte, potros se desbocan.
Me conminan a mantener la templanza,
que no diga ni imagine,
que no me comprometa,
o comparta ni con Dios
(como si a Dios pudiera ocultarle algo)
estas ganas que en mi carne y mi alma bullen
y, apenas te sé cerca, cuales caricias en mis manos,
alas son que hacia tu talle y tu persona se escabullen.
Esas voces musitan en mi oído
que aguante la tentación de tu presencia,
que me resigne a la idea de que tu negativa
es indicio suficiente de tu callada aceptación,
la que es, por tu amorosa historia,
tan frágil que podría actuar en mi contra mi insistencia.
Esas voces me invitan a la compostura digna,
a que mantenga respecto de ti la distancia justa
y tanto que me haga a tus ojos admirable;
pero, no hay métrica ni verso que norme
el control sobre los efectos de tu incitación.
Mi verbo se extravía en la inconstancia,
en medio de la censurada, ansiosa espera de tu amor.
Esas voces me advierten que no te canse,
que no te espante ni hostigue siquiera con el pensamiento,
que este no se haga de ninguna forma eco
con potencia suficiente para alojarse
así en tus vacíos, en tus huecos,
pues no vaya a ser que el Diablo haga de tu cuerpo braza
y muera yo quemado por soñarme lleno
cuando tu cuerpo en el saludo diario me abraza.
Pero otras voces más ociosas e íntimas
me dictan estas líneas,
las que se vuelven, en la parcela de tu boca, semillas
con posibilidad de rendir fruto
más allá de su vocación por halagarte
y ascender tu ego hasta la Gloria.
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